
Tal cual como sucede con la
educación, el sector salud siempre ha sido uno de los talones de Aquiles del
Perú. Una ladilla incisiva que impide la consolidación de eso que llamamos
progreso. Es cierto que, en los últimos años, la bonanza económica impulsada desde
el 2007 dio ciertos frutos. En lo que respecta a la educación, es posible
apreciar modernas estructuras en las instituciones emblemáticas (principalmente
en zonas urbanas), mejores sueldos a los maestros, la consagración de los
Colegios de Alto Rendimiento y una ligera mejora en el ranquin internacional en
cuestiones básicas como comprensión lectora, análisis matemático y ciencias[1].
No obstante, Roma no se construyó en un día y es necesaria más capacitación a
los profesores, dotar a las instituciones escolares de las zonas rurales con
tecnología de comunicación y acceso a internet, estructuras eficientes y
adaptadas al entorno natural, educación intercultural y bilingüe orientada en
particular a los numerosos y desperdigados pueblos indígenas de nuestra patria,
entre otros aspectos.
Empero, si el asunto de la
educación actual siempre ha sido una tarea pendiente y uno de nuestros
obstáculos que socavan un desarrollo constante y palpable para la patria
(educación que en algún momento tuvo un nivel respetable como en la época de la
Primavera Democrática y hasta inclusive durante la 1 fase de la Junta Militar; no,
no soy velazquista); ¿qué podemos decir del sector salud? No muchas cosas más
agradables, desde luego. En mi opinión, el Gobierno, con todos sus errores y
desaciertos, actuó con responsabilidad desde que el primer caso de coronavirus se
confirmó en el Perú el pasado 6 de marzo. No obstante, las cifras, que en los
primeros días iban dentro del promedio normal, terminaron por dispararse e
incrementarse a niveles insospechados. Al 23 de abril del 2020, el Perú es el
segundo país de Sudamérica en contagiados. Si bien se ha dicho y especulado en
los medios y redes sociales que la responsabilidad es de las personas que no
tienden a cuidarse y se exponen e incumplen el resto de normas dictadas desde
que empezó la cuarentena; en realidad, sostengo, que la verdadera causa de este
incremento en número de contagiados se debe al pésimo nivel del sector salud,
tanto a nivel organizacional, como en bienes e infraestructura. Dicha suma
acabó por postrar al país ante un enemigo invisible y microscópico que ni
siquiera ostenta el título de ser considerado un ser vivo (¡vaya humillación!).
Desde luego, esto no es
responsabilidad absoluta del gobierno del presidente Martín Vizcarra. Es un
fenómeno de larga data y que nos ha perseguido en todo el devenir histórico de
la república. Siempre creímos que bastaba una estructura cercana a casa para
así poder llegar a tiempo ante algún percance en nuestra salud; así como
profesionales más instruidos sobre quienes recae la responsabilidad de velar
por la vida. Empecemos por la parte estructural la cual, si bien no es escasa
en el país, se halla centralizada en Lima y pierde toda efectividad en un país
donde las barreras geográficas y culturales siempre han sido la piedra en el
zapato. Asimismo, nunca es suficiente ya que todo nosocomio tiene un límite de
capacidad, en particular en lo que refiere al espacio en la Unidad de Cuidados
Intensivos (UCI), donde en las últimas semanas arribaron pacientes no solo contagiados
por coronavirus, sino a causa de las siempre presentes y variopintas patologías
o accidentes que padece un ser humano. A eso hay que sumarle los bienes
necesarios como los respiradores, de los cuales no hay suficientes para
preservar la vida del infectado, conduciéndolo hacia una rápida mejoría. Finalmente,
el contrato de muchos médicos extranjeros (principalmente venezolanos y que despertó
una oleada de los típicos comentarios xenofóbicos en los asiduos a las redes
sociales), reveló que el país adolecía de suficientes médicos preparados para
resistir una pandemia.
Ahora debemos examinar otro
punto interesante: las estructuras inexistentes. Sí, esos hospitales que nunca
fueron y cuya ausencia se siente muy bien en las barriadas de los conos de Lima
o en la mayor parte de las zonas rurales a lo largo y ancho del país. ¡No es
ninguna novedad!, pues, cuántas veces un pariente, amigo o conocido enfermo ha
tenido que desplazarse horas y días hasta el nosocomio más cercano y, una vez
allí, esperar en los pasillos hasta que haya disponibilidad en las camas porque
la capacidad quedó rebasada. Este aspecto es el que ningún Gobierno ha atendido,
ni siquiera el último (tengamos en cuenta que el coronavirus empezó a asomarse
en las noticias con más fuerza desde finales de diciembre del 2019 y se le vio
como un fenómeno lejano y se le subestimó). No, nunca ha existido ningún plan
de contingencia. Y si lo hubo, la actual crisis revela que fue ineficiente. Tal
parece que la bonanza económica solo sirvió para que los peruanos se endeuden a
través del crédito, paguen un colegio o universidad más cara, compren un
televisor más grande o llenen las arcas de los políticos siempre mal elegidos
por nosotros mismos. Esto último, es pertinente pues, ¿nadie se acuerda ahora
del “faenón” que implica para varios funcionarios públicos (coludidos con malos
profesionales), una obra de grandes proporciones a la cual se multiplica los
millonarios precios de su construcción antes de iniciarla o en el transcurso de
esta? Verbigracia: el Hospital II de Moyobamba, el cual tardó en concluirse
unos 2 mil 168 días. ¿Se empezará a explotar los colmillos de marfil de este
elefante blanco a raíz del coronavirus o se gastará 140 millones más en equipos
y muebles?
Eso me lleva a otra
incertidumbre: ¿es necesario que exista un plan de contingencia frente a lo que
es un derecho? Es decir, el derecho de gozar de un buen sistema de salud,
humano, atento y eficiente; ora en tiempos de crisis, ora en tiempos de bonanza
y avenencia. Salvaguardar la buena salud de una nación en caso de desastres
jamás debe considerarse un favor que el Gobierno de turno nos hace. Mucho menos
algo que se deba preparar en última instancia. Tal postura se puede extrapolar
a diferentes esferas y ámbitos de nuestra realidad republicana reciente: los
huaycos e inundaciones que azotaron la costa del país hace tres años también
nos refregaron por la cara aquel quimérico e hipotético progreso del que tanto
se ufanan y jactan los gobernantes o las familias burguesas, donde nunca falta
una comida abundante o un buen televisor para gozar del moderno circo romano
(el fútbol). Definitivamente, no importa cuántas extensiones de cuarentena más
vengan, siempre estaremos poco preparados. Y no solo en el sector salud, sino
tal parece a la hora de afrontar retos educacionales y académicos o de pervivir
frente a algún desastre natural. Esperemos que, para los que salgamos vivos de
esta, nos sirva de ejemplo para optar por gobernantes más competentes y que
miren hacia el futuro, sin planes demagógicos con tintes románticos. Provecho
hasta el 10 de mayo, coterráneos…
Tupamaru Olaya
Chachapoyas, 23 de abril del 2020
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